Hola amigos. No he podido resistir la tentanción de volver a comunicarme con vosotros esta noche y es que hoy no puedo dormir. Estoy asustado. Si hasta hoy os había contado las cosas buenas de estar muerto y todo lo que me había impactado durante la vida, ahora siento la urgente necesidad de hablaros sobre el miedo. Yo antes de morir, como todos vosotros, creía conocer lo que era el miedo, pero ahora sé que no es así. Y es que aquí en el cielo he conocido a muchos muertos que saben lo que es de verdad, que lo han experiementado. Niños que han visto la muerte de cerca, voces silenciadas, rostros olvidados... A veces, por las noches, nos reunimos y contamos nuestras historias, pero hoy ha habido una que me ha impactado sobremanera:
Había comenzado otra vez. Hacía mucho tiempo que no pasaba pero esa noche volvió a suceder. De nuevo regresaban sus pesadillas y no podría volver a dormir.
En todos los cuentos, cuando los niños tienen miedo durante las noches, aparecen sus padres para arroparlos y contarles cuentos y así los pequeños se calman y pueden volver a conciliar el sueño. Pero su familia no era así.
Él sólo tenía ocho años y no sabía muy bien a qué se dedicaba su padre ni porqué llegaba siempre a casa con la cara afligida por el cansancio y la tristeza. Pero si sabía una cosa de su padre, que tenía mucho miedo.
Por eso, muchas noches, desde su cuarto, podía oír perfectamente, los chillidos que pegaba su padre desde la habitación. Nunca supo si gritaba despierto o dormido, en realidad eso no importaba, sólo sabía que eran alaridos de miedo.
Hacía muchas noches que no le oía, pero esa noche estaban allí de nuevo esos malditos chillidos que le traspasaban, que le enseñaban lo que era el sufrimiento con una edad con la que ni siquiera sabía bien cuál era el significado de esa palabra.
Cuando empezó todo aquello, lo primero que hacía era taparse los oídos todo lo fuerte que podía para no tener que soportarlo. Pero su padre no sólo gritaba, sino que también acababa llorando con una tristeza que lo arrugaba, lo encogía, hasta terminar llorando con su padre, pero solo, en su habitación.
Cuando lloraba, se imaginaba a su padre, muerto de miedo, en el cuarto del otro lado de la casa. Pero también podía imaginarse a su madre, al lado de su marido, inmóvil, sin atreverse a mirarlo y esperando que todo aquello pasara. Ella nunca intentó consolarlo, sabía que no merecía la pena.
Pero esto sólo fue así al principio. Después de mucho tiempo su madre supo que no podría seguir aguantando aquello. Así, una noche, aquel niño de ocho años, vio como sus padres entraban por la puerta de su habitación cogidos de la mano y observó cómo su madre ponía a aquel ser desvalido, a su padre, entre sus brazos para que lo acunara. Sólo así conseguía calmarse. Y aunque nunca se callaba del todo y los sollozos eran persistentes, aquel padre se encogía protegido entre los brazos de aquel hijo que le acunaba mientras la madre les observaba a los dos, de nuevo inmóvil, durante toda la noche.
Y esa madrugada volvería a pasar, el niño se mordía los labios hasta hacerse sangre para retener las lágrimas que le sobrevenían, para que sus padres no pudieran verlas, porque sabía que aquella noche, en cualquier momento, entraría el miedo para que lo acunara.
En todos los cuentos, cuando los niños tienen miedo durante las noches, aparecen sus padres para arroparlos y contarles cuentos y así los pequeños se calman y pueden volver a conciliar el sueño. Pero su familia no era así.
Él sólo tenía ocho años y no sabía muy bien a qué se dedicaba su padre ni porqué llegaba siempre a casa con la cara afligida por el cansancio y la tristeza. Pero si sabía una cosa de su padre, que tenía mucho miedo.
Por eso, muchas noches, desde su cuarto, podía oír perfectamente, los chillidos que pegaba su padre desde la habitación. Nunca supo si gritaba despierto o dormido, en realidad eso no importaba, sólo sabía que eran alaridos de miedo.
Hacía muchas noches que no le oía, pero esa noche estaban allí de nuevo esos malditos chillidos que le traspasaban, que le enseñaban lo que era el sufrimiento con una edad con la que ni siquiera sabía bien cuál era el significado de esa palabra.
Cuando empezó todo aquello, lo primero que hacía era taparse los oídos todo lo fuerte que podía para no tener que soportarlo. Pero su padre no sólo gritaba, sino que también acababa llorando con una tristeza que lo arrugaba, lo encogía, hasta terminar llorando con su padre, pero solo, en su habitación.
Cuando lloraba, se imaginaba a su padre, muerto de miedo, en el cuarto del otro lado de la casa. Pero también podía imaginarse a su madre, al lado de su marido, inmóvil, sin atreverse a mirarlo y esperando que todo aquello pasara. Ella nunca intentó consolarlo, sabía que no merecía la pena.
Pero esto sólo fue así al principio. Después de mucho tiempo su madre supo que no podría seguir aguantando aquello. Así, una noche, aquel niño de ocho años, vio como sus padres entraban por la puerta de su habitación cogidos de la mano y observó cómo su madre ponía a aquel ser desvalido, a su padre, entre sus brazos para que lo acunara. Sólo así conseguía calmarse. Y aunque nunca se callaba del todo y los sollozos eran persistentes, aquel padre se encogía protegido entre los brazos de aquel hijo que le acunaba mientras la madre les observaba a los dos, de nuevo inmóvil, durante toda la noche.
Y esa madrugada volvería a pasar, el niño se mordía los labios hasta hacerse sangre para retener las lágrimas que le sobrevenían, para que sus padres no pudieran verlas, porque sabía que aquella noche, en cualquier momento, entraría el miedo para que lo acunara.
Amigos, los del otro lado del cielo, ayudadme, porque esta noche no puedo, o más bien, no me quiero dormir.